sábado, 23 de julio de 2011

La revelación de los otros.


En Lousville, en la esquina de la Cuarta con Walnut, en medio del barrio comercial, de pronto me sentí abrumado al caer en la cuenta de que amaba a toda aquella gente; de que todos ellos eran míos, y yo de ellos; de que no podíamos ser extraños unos a otros aunque nos desconociéramos por completo. Fué como despertar de un sueño de separación, de falso aislamiento en un mundo especial, el mundo de la renuncia y la supuesta santidad. Toda esa ilusión de una existencia santa separada es un sueño. No es que yo cuestione la realidad de mi vocación ni de mi vida monástica, pero el concepto de "separación del mundo" que tenemos en el monasterio se presenta demasiado fácilmente como una absoluta ilusión: la de que haciendo los votos nos convertimos en una especie diferente de seres, pseudoángeles, "hombres espirituales", hombres de vida interior..., lo que sea.
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Esta sensación de liberación de una ilusoria sensación de diferencia supuso para mí tal alivio y alegría que casi me eché a reír en voz alta. Y supongo que mi felicidad podría haber tomado forma en estas palabras: "Gracias a Dios, gracias a Dios que soy como otros hombres, que no soy más que un hombre entre otros". ¡Y pensar que durante dieciséis o diecisiete años he tomado en serio esa pura ilusión, implícita en gran parte de nuestro pensamiento monástico...!
....¡Miembro de la raza humana! ¡Pensar que el darse cuenta de algo tan vulgar sería de pronto como la noticia de que uno tiene el billete ganador de una lotería cósmica!
....¡Como si las tristezas y estupideces de la condición humana pudieran abrumarme, ahora que me doy cuenta de lo que somos todos! ¡Y si por lo menos todos se dieran cuenta de ello! Pero eso no se puede explicar. No hay modo de decir a la gente que anda por ahí resplandeciendo como el sol.
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Entonces fué como si de repente percibiera la secreta belleza de sus corazones, las profundidades de sus corazones, adonde no puede llegar ni el pecado ni el deseo ni el conocimiento de sí mismo, el núcleo de su realidad, la persona que es cada cual a los ojos de Dios. ¡Si por lo menos nos viéramos unos a otros así siempre...! No habría más guerra, ni más odio, ni más crueldad, ni más codicia...
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En el centro de nuestro ser hay un punto de nada que no está tocado por el pecado ni por la ilusión, un punto de pura verdad, un punto o chispa que pertenece enteramente a Dios, que nunca está a nuestra disposición, desde el cual Dios dispone de nuestras vidas, y que es inaccesible a las fantasías de nuestra mente y a las brutalidades de nuestra voluntad. Ese puntito de nada y de absoluta pobreza es la pura gloria de Dios en nosotros. Es, por así decirlo, su nombre escrito en nosotros, como nuestra pobreza, como nuestra indigencia, como nuestra dependencia, como nuestra filiación. Es como un diamante puro, fulgurando con la invisible luz del cielo. Está en todos, y si pudiéramos verla, veríamos esos miles de millones de puntos de luz reuniéndose en el aspecto y fulgor de un sol que desvanecería por completo toda la tiniebla y la crueldad de la vida... No tengo programa para esa visión. Se da, simplemente. Pero la puerta del cielo está en todas partes.

Thomas Merton.