domingo, 4 de marzo de 2012

Metáfora de la pantalla de cine.


Toda metáfora, por el hecho de serlo, define lo
que pretende de forma aproximada e incompleta.
Siempre quiere ser una sugerencia que dispare la
comprensión, no el hecho mismo, por lo que puede presentar
grietas vulnerables a la refutación que, vueltas hacia el aserto
de referencia, adscriben a él debilidades que no posee.
Así, por ejemplo, parecería que esta apelación a
la realidad que únicamente se da en la pantalla, podría ser
refutada con facilidad haciendo ver como la misma, y aun el
proyector y el cine entero, no tienen otro objeto que la
exhibición de la película que calificamos de irrelevante. Y
seguir argumentando que tal película supone el porqué y el
motivo de todo el resto, por lo que podemos considerarla como
lo esencial y aun tratarla como si, a efectos prácticos, ella fuera
lo real, obviando ese resto, que siempre estará al trasfondo y no
precisa ser tenido en cuenta para gozar del espectáculo,
pudiendo incluso argumentarse que carece de objeto si tal
espectáculo no se da.
Esto nos sumiría en un atender a lo que se
proyecta, es decir, llevada la metáfora a lo real, en una simple
atención a la vida, a lo que se presenta ante nosotros, a la
escenografía que nuestros sentidos permiten: objetos, colores,
formas, belleza, acontecimientos, vicisitudes, hechos… Y a
considerar que tal panorama es suficientemente explicativo por
sí mismo y justificativo del abandono a atender a la posible
pantalla o al posible proyector.
Lógica parecería entonces la adscripción a
cualquier escuela que predicase la devoción a la existencia
como fin en sí mismo y como inteligente postura liberadora de
la cual nos apartaría esa terquedad del filósofo que insiste en
hablarnos de la tramoya que permite el espectáculo.
Porque, ¿quién se preocupa de tal tramoya cuando
atiende a la representación de una ópera? ¿quién mira hacia la
cámara cuando se siente en una sala de cine?
No habría objeción a esto si efectivamente tal
espectáculo fuera capaz de acallar nuestra soterrada y suprema
querencia, si fuera lo suficientemente abastecedor, si mitigase
verdaderamente ese anhelo de algo absoluto, infinito,
claramente real, que no podemos sofocar con nada de lo que en
él encontramos, y si no se revelase a sí mismo, tarde o
temprano, como esencialmente insatisfactorio.
Insatisfactorio, sí.
Insatisfactorio si lo analizamos con seriedad y
dejamos a un lado los aditamentos románticos y toda apelación
a lo ideal, a lo que podría ser, a lo que imaginamos o a lo que
sencillamente fantaseamos a caballo de nuestros deseos.
Insatisfactorio si tenemos el arrojo de aspirar a una
dicha plena y no a un rosario de efímeros puntos de placer
insertados en una cadena de procuras, trabajos, penas,
ansiedades y claudicaciones.
Insatisfactorio porque, sobre todas las connotaciones
poéticas, morales, teleológicas o idílicas, que podamos aplicar
a la vida, por encima de los momentos de felicidad en que todo
nos parece armónico y perfecto, para el hombre, tal vida en sí,
la atadura a un cuerpo, la permanencia en este océano de
pluralidad, la adscripción al tiempo y al espacio, la inmersión
en el universo de los deseos y los temores, los apegos y las
esperanzas, es frustrante en grado sumo, porque es finita,
inestable, huidiza, dolorosa por esencia y, por encima de todo
irreal, por cuanto que no permanece.
Por eso, aunque parezca contra corriente, aunque
pueda reputarse de locura, se hace necesario atender a la
pantalla y tomar más en serio lo que el no dualista pregona.
Porque en la pantalla sí hay permanencia, sí hay
realidad, sí hay inafección, sí hay algo invulnerable al paso de
las imágenes y de los colores, sí hay continua presencia estable.
Porque en la pantalla, hay algo que, si bien en
principio parece asustarnos por su relativo carácter de "nada",
palabra con la que nombramos lo esencialmente diferente a
"esto", pronto nos hace reparar en la posibilidad de lo
inmancillado, de lo "blanco" bajo lo "negro", de lo invariable
bajo toda proyección, de lo inmóvil bajo todo movimiento y lo
incambiable bajo todo cambio.
Entonces nos concentramos en esa pantalla. Y
vemos lo que sucede.
Y, ¡oh, maravilla!, en cuanto lo vemos
comprendemos al punto que esta existencia sí puede ser
comparada con mucha justeza a una proyección
cinematográfica tal como el no dualista lo hace con incansable
insistencia.
Y así, el espectáculo comienza a desfilar sobre
nosotros y aún en nosotros y a través de nosotros sin la mínima
afección, como en el cine lo hace a través de la blancura del
lienzo.
Entonces, a partir de tal descubrimiento, podemos
permanecer inmutables en lo que en verdad somos, en ese
interior que realmente nos caracteriza, ahí para siempre
constantes, para siempre inafectados e inmóviles, para siempre
poseedores de la auténtica satisfacción que no es otra que ese
gozo al que quiere referirse el filósofo con su apelación a la
pantalla impoluta, sobre la que, desde luego, el espectáculo
puede seguir deslizándose.

Manuel Pérez Villanueva.